sábado, 28 de julio de 2012

El amor es activo


(Continuación del post Así queremos que nos cuiden, así debemos cuidar

¿Por qué ante la fealdad del dolor, la enfermedad y la miseria un personaje queda paralizado y otro entra en una actividad que lleva a hacer amable el entorno del enfermo para él y para la gente que le rodea? ¿Por qué el dolor, la enfermedad y la miseria hunden a algunos en la desesperación que les lleva al descuido del aspecto personal y de su entorno, a pesar de que todos anhelamos la belleza?

En la sociedad occidental la belleza, en relación al aspecto físico tiene una gran importancia –a veces excesiva- y en la que la ciencia ha logrado que la vida se prolongue más, a pesar de la inevitable huella que el tiempo y la enfermedad dejan en el cuerpo humano, en la que morir en familia rodeado del cariño de los tuyos es cada vez menos habitual.

La clave que humaniza y hace descubrir la importancia de la belleza incluso en unas circunstancias es reconocer la dignidad de todo ser humano que implica amarle por sí mismo. El enfermo reconoce su dignidad al saberse querido y se provoca en él, el deseo de mostrarse amable.
Al que ha perdido la esperanza en la curación y no tiene un motivo por qué cuidarse, por el que mostrarse amable, hay que hacérselo descubrir con nuestra actitud.

Josef Pieper, en su libro sobre el amor, ha mostrado que el hombre puede aceptarse a sí mismo sólo si es aceptado por algún otro. Tiene necesidad de que haya otro que le diga, y no sólo de palabra: «Es bueno que tú existas». Sólo a partir de un «tú», el «yo» puede encontrarse a sí mismo. Sólo si es aceptado, el «yo» puede aceptarse a sí mismo. Quien no es amado ni siquiera puede amarse a sí mismo. Este ser acogido proviene sobre todo de otra persona.

Amar implica no evitar el contacto con el dolor y con la muerte, como querría hacer Levin, el protagonista de Anna Karenina y como buscaba evitar a su esposa. Pero si no fuera por la fuerza del amor de ella, la muerte de su cuñado hubiera sido verdaderamente inhumana.

El pasado 22 de febrero, el periódico The Guardian, frecuentemente crítico con la visión cristiana de la vida, decía en un editorial titulado Miércoles de Ceniza: el desaparecido arte de morir: “la Iglesia Católica es uno de los pocos sitios donde la muerte sigue siendo parte de las conversaciones públicas. En otros lugares, la muerte se disfraza de suaves eufemismos suaves como “irse” o “quedarse dormido", o bien se enfoca desapasionadamente a través del discurso científico de la medicina. (…)
Actualmente, si se nos pregunta cómo queremos morir, generalmente decimos que queremos que suceda rápidamente, sin dolor y, preferentemente, mientras dormimos. En otras palabras, no queremos que la muerte se convierta en algo que experimentamos como parte de la vida. Esto no habría tenido sentido para las generaciones pasadas. Durante siglos, lo que más se temía era “morir sin estar preparado". La muerte era una oportunidad para poner las cosas en su sitio. Para decir las cosas que habían quedado sin decir: “Lo siento", “me equivoqué", “siempre te he querido". Solíamos morir rodeados de la familia en sentido amplio. Ahora, morimos rodeados de tecnología, y la creencia en la ciencia médica a menudo reemplaza el enigma tradicional de la existencia humana.
(…)
Una cultura que mantiene la muerte fuera de su vista y de sus pensamientos es una cultura que cada vez es menos capaz de confortar a otros en su dolor. En lugar de tener esa conversación importante en el supermercado con la vecina que ha perdido a su marido, nos cambiamos de pasillo y lo justificamos por un supuesto deseo de no molestarla. Permitimos que nuestras residencias de ancianos se conviertan en lugares de abandono, porque no queremos mirarlos muy de cerca. Cuando la muerte se convierte en un asunto privado, es mucho más difícil acercarse a los demás, precisamente cuando más lo necesitan.

Para lograr la humanización en la enfermedad, a la vez que obtener un resultado terapéutico optimo, esta el cuidado de los detalles humanos en el proceso de muerte, que parte de aceptar la verdad de las cosas, empezando por algunas tan esenciales como el dolor o la muerte.

Es inevitable que lo que de por sí resulta repugnante nos retraiga. Pero el ser humano debe ser capaz de ver más allá de la primera impresión: un enfermo o un moribundo tiene siempre una historia personal y un futuro trascendente, mucho más valioso que las pequeñas miserias que nos repelen. Hay que fomentar en la educación, en la práctica social, este contacto con la realidad. Hay que aprender a desenvolverse con naturalidad, con una sonrisa y manifestando amor con hechos ante personas moribundas o enfermas porque son parte de nuestra vida y porque es un tema que nos afecta por ser humanos. El editorial de The Guardian que he comentado antes recoge una cita de una reciente película israelí -Dr. Pomerantz- en la que un psiquiatra especialista en suicidios afirma: “La vida es una enfermedad con una mortalidad del 100%". Es una forma pragmática e intelectual de enfrentarse con la muerte y con el dolor que deja sin embargo preguntas sin respuesta.

En la novela Anna Karenina, Levin es un agnóstico en busca de Dios, enamorado de Kitty, su mujer, cristiana ferviente. El cristianismo aporta a la sociedad luz para descubrir la belleza incluso en los lugares y momentos de la vida donde otros solo ven miseria y fealdad, y a difundirla a su alrededor. La actitud de Kitty es la respuesta a las preguntas que se hace su marido.

Termino con algo que cuenta un voluntario que estuvo ayudando en una de las casas de la orden de la Beata Teresa de Calcuta. Le dieron un niño moribundo por el que no podía hacerse nada, para que lo sostuviera; este voluntario se asustó porque era consciente de la situación, y nervioso, preguntó a una de las religiosas que tenía que hacer y le dijo: Quiérelo. Pocos minutos después, el niño moría en brazos de ese voluntario. Y esa persona joven había aprendido a rodear de cariño al que sufre y va a morir. No podía darle nada más -y nada menos- que amor.

domingo, 22 de julio de 2012

Así queremos que nos cuiden, así debemos cuidar


(Pido disculpas a los pocos seguidores que queden por los meses sin publicar)

Uno de los pasajes que más me impresionó de Ana Karenina de Lev Tolstoi es el episodio que se narra en la Quinta parte de esta obra en el que uno de los protagonistas principales de la novela, Konstantin Levin va con Kitty, su esposa, a atender al hermanstro de Levin, Nicolás, que está próximo a la muerte

Konstantin Levin quiere evitar a su joven esposa el mal trago de ver a su hermano enfermo de tuberculosis, que espera la muerte en una posada junto a una prostituta con la que ha convivido. Sin embargo Kitty se empeña en acompañar a su marido. Llegan al hotel y Kevin ve la patética situación en que está su hermano e intenta evitar que Kitty, su esposa, vaya a la habitación donde está el enfermo. Sin embargo Kitty se empeña en ir con él y su actitud al saludar al enfermo es un preludio de un cambio esencial que se dará en los últimos días del moribundo:

“Andando con paso ligero, sin cesar de mirar a su marido y mostrándole su rostro animoso y lleno de piedad, Kitty entró en la alcoba del enfermo y, volviéndose suavemente, cerró la puerta sin ruido. Siempre silenciosa, se aproximó al lecho donde aquél yacía y se puso de modo que él no necesitase volverse para verla. Tomó con su mano joven y fresca la enorme manaza de él, se la apretó con aquel calor con que saben hacerlo las mujeres, calor que expresa compasión sin ofender, y empezó a hablar al doliente.”


En un ambiente sórdido, le trata con humanidad y con el respeto con que de habla con una persona de la nobleza, sin desanimarse por la falta de respuesta inicial de Nicolás. Levin reflexiona sobre su reacción y la de su esposa:

“Levin no podía mirar con calma a su hermano ni permanecer tranquilo en su presencia. Al entrar en la alcoba del paciente, sus ojos y su atención se nublaban y no lograba ver ni comprender los detalles del estado de Nicolás. Notaba el terrible olor, veía la suciedad y el desorden, su actitud, sus gemidos, pero tenía la sensación de que no podía hacer nada.
No se le ocurría, para ayudarle, la idea de estudiar cuidadosamente el estado de su hermano, de observar cómo se hallaba bajo la manta el cuerpo del enfermo, cómo tenía dobladas sus enflaquecidas piernas y espaldas, a fin de hacerle adoptar una posición que le aliviara en algo los sufrimientos.
Cuando pensaba en estos detalles, un escalofrío le recorría hasta la medula. Estaba persuadido de que era imposible hacer nada, ni para prolongar la vida de Nicolás, ni para atenuar sus sufrimientos.
El enfermo adivinaba el sentimiento de su hermano, su conciencia respecto a la inutilidad de toda ayuda, y se irritaba, cosa que apenaba doblemente a Levin. Estar en el cuarto del enfermo le atormentaba, y no estar en él le parecía peor aún. No hacía, pues, más que entrar y salir bajo diferentes pretextos, sintiéndose incapaz de quedarse solo.”


Y Tolstoi describe de un modo magistral los cambios que introduce Kitty en el entorno del enfermo

“Kitty sentía, pensaba y obraba muy diversamente. El enfermo había despertado en ella compasión, y la compasión produjo en su alma de mujer un sentimiento que nada tenía que ver con el de repugnancia y horror que había despertado en su marido, y que se expresaba en la necesidad de obrar, enterarse con todo detalle del estado del paciente y hacer lo posible para ayudarle.
No dudando de que debía hacerlo, no dudaba tampoco de la posibilidad de realizarlo, y, en seguida, puso manos a la obra.
Los detalles cuyo pensamiento aterraban a su marido, ocuparon desde el primer momento la atención de Kitty. Envió a uno a buscar el médico, envió a otro a la farmacia, mandó a la criada que venía con ella y a María Nicolaevna barrer el suelo, limpiar el polvo y fregar. Por su parte, no se quedaba tampoco atrás: limpiaba un objeto, ponía en orden otro, arreglaba las ropas bajo la manta... Por orden suya se sacaban cosas de la habitación del enfermo y se llevaban otras de más utilidad.
Entraba ella misma en la habitación sin preocuparse de hallar clientes en el pasillo, traía a la alcoba del enfermo sábanas, toallas, almohadas, camisas, y otras veces, ya usadas, las sacaba de ella.
El criado que servía la comida a los ingenieros en la sala común, acudía a veces a la llamada de Kitty con irritado semblante, pero no podía desatender las órdenes que ella le daba, porque lo hacía con tan suave insistencia que no se la podía desobedecer.
Levin no la aprobaba, ni creía que lo que hacía fuera útil para el paciente. Sobre todo, temía que su hermano pudiera enojarse. Pero Nicolás permanecía sosegado, si bien algo confuso, y seguía con interés las idas y venidas de su cuñada.
Al volver de casa del médico, adonde le enviara Kitty, Levin halló que estaban, por orden de la joven, mudando de ropa al enfermo. (…)
Kitty comprendió que Nicolás se avergonzaba de aparecer desnudo en su presencia.
–No le miro, no... –repuso ella arreglándole la manga–. María Nicolaevna: pase allí y póngale ese lado –añadió.
–Ve, por favor, a mi cuarto y, trae un frasco que hay en el saquito, en el bolsillo del lado –dijo a su marido–. Entre tanto, terminarán de limpiar aquí.
Al volver con el frasco, Levin halló al enfermo ya en la cama. Todo a su alrededor tenía otro aspecto. El olor desagradable había sido sustituido por el de una mezcla de perfume y vinagre que Kitty, sacando los labios e hinchando sus encarnadas mejillas, esparcía a través de un tubito por la habitación.
En ningún sitio había ya polvo; al pie del lecho se veía una alfombra. En la mesa estaban ordenados los frascos, la botella y la ropa necesaria, bien plegada, así como la broderie anglaise en que trabajaba Kitty.
En otra mesa había agua, medicamentos y una bujía. Lavado y peinado, entre las sábanas blancas y los almohadones mullidos, vistiendo la camisa limpia con cuello blanco del que salía su garganta delgadísima, el enfermo descansaba mirando a Kitty fijamente, con una expresión llena de renovada esperanza.
(…) –Katia –dijo–, me siento mucho mejor. Con usted me habría curado hace tiempo. Estoy muy bien...
Le tomó la mano y fue a llevarla a sus labios, pero, temiendo que ello la desagradase, desistió de su propósito y soltándole la mano se limitó a acariciarla. Kitty, con ambas manos, estrechó la del enfermo.”


Este ejemplo de la literatura clásica da pie para una reflexión en una futura entrada.