lunes, 7 de marzo de 2016

"El chico de azul", cuando una danesa agnóstica se enamora de un español católico


  • Camilla Hecquet Nielsen, danesa, cristiana luterana no practicante, casada con español, fue entrevistada por el periodista José Miguel Cejas.
  • Camilla le contó su noviazgo y su matrimonio con Manuel, un joven español, católico practicante, al que conoció en un Erasmus.
  • La entrevista está recogida en el libro Cálido viento del norte, Editorial Rialp, 2015, del mismo autor de esa entrevista, que habla de cristianos de los países escandinavos que viven contra las corrientes dominantes de pensamiento. 


Era abril del 99 y en aquella fiesta éramos todos daneses, menos uno, el exótico. Yo iba a la moda de entonces: botas militares, pantalones vaqueros, blusa blanquinegra, el pelo rapado y teñido de rojo: un look estilo Nirvana, pero no demasiado grunge. Estábamos bailando y escuchando música de los Backstreet boys y otros grupos. Yo era una chica danesa normal y corriente de diecinueve años. Estudiaba para fisioterapeuta y vivía en mi piso de Copenhague, independizada de mi familia: una familia con varios medio hermanos, fruto de anteriores relaciones de mis padres, como suele pasar en Dinamarca. El marido de mi madre dirigía un coro, por lo que tuve una infancia muy musical, en la que gocé de todas las libertades del mundo. Me encantaba la gimnasia rítmica, cuanto más movida mejor. Tocaba la batería, y no sé qué más puedo contarte, salvo que tras conocer al exótico de la fiesta, todo cambió.
Era un erasmus, un chico español alto y fuerte que llevaba una camisa azul marino. No sé por qué a los chicos españoles les gusta tanto ese color: cuando no saben qué ponerse, eligen algo azul marino. Empecé a hablar con el chico de azul y quedarnos para tomar algo en un bar de Osteport. Era simpático, divertido y me parecía igual que todos, hasta que un día le pregunté qué había hecho esa mañana. - He ido a misa -me dijo- y luego me he puesto a estudiar. iA misa! Me quedé aterrada, aunque lo disimulé. Imaginaba que sería católico por donde había nacido, igual que yo era luterana por el hecho de ser danesa, pero eso eran cuestiones sin importancia. Cuando tenía trece años le dije a mi madre que no quería prepararme para la confirmación y que solo pensaba acudir a la fiesta. Supuse que me iba a contestar, como siempre: «Ah, muy bien», porque en mi casa no éramos creyentes ni hablábamos de religión. Solo íbamos a la iglesia en Navidad para escuchar a los coros o con motivo de un funeral, porque eran costumbres y obligaciones sociales, nada más. Sin embargo, mi madre me dijo “No, Milla: es mejor que sepas a qué dices «no». Si no serás una ignorante de todo” Al final fui a las clases porque iban algunos de mi pandilla y me confirmé para estrenar un vestido nuevo como mis amigas. Y ahí acabó la cosa.
Pero ahora mi chico creía firmemente en Dios y era al mismo tiempo -eso me sorprendía- muy divertido; y hacía una sangría estupenda. Me enamoré de él con cierto temor, porque pensaba que querría imponerme su religión, hasta que comprobé, con hechos, que me respetaba. Y me quedé de una pieza cuando me dijo que no quería tener relaciones hasta el matrimonio. «Eso dice, veremos si es capaz», pensé. Pero su comportamiento me confirmó sus palabras. Mis amigas no lo entendían: «¿Por qué no probáis a vivir juntos para ver si lo vuestro funciona? Conocerse es muy importante». Pero él tenía una concepción distinta del matrimonio. «Los coches -me explicaba- se prueban, y si no te gustan, los dejas. Pero una mujer no es un objeto, ni una máquina para probar. No es un kleenex que se usa y se tira, y tú lo sabes mejor que yo: lo que deseáis, sobre todo, es ser amadas. Por eso, lo más decisivo en un matrimonio no es comprobar qué pasa cuando uno de los dos deja tirada la toalla del cuarto de baño en cualquier parte. Hay cosas más importantes, ¿no te parece?». Yo estaba de acuerdo y esto me hacía reflexionar, por­que en Dinamarca las cosas suceden así: tienes dieciséis o diecisiete años, conoces a un chico y te vas a vivir con él. O lo llevas a casa de tu familia, o con quien vivas -si vives con alguien- y es uno más. Puedes tener un hijo con él, pero si luego te gusta otro, le dejas. Si te apetece, te casas; si no, no. Qué bonito sería que el amor durara toda la vida; pero como no es así, es frecuente que a los ochenta años te encuentres sola, en una residencia de ancianos donde van a visitarte de vez en cuando los hijos y nietos de tus diversos matrimonios. Y eso es muy triste. Mi madre tampoco lo entendía: -”¿Os vais a casar sin haber convivido antes? ¿Estás loca?” Pero yo seguía reflexionando. Y seguía charlando con Manuel de esto (en inglés, claro, porque él no sabía danés ni yo castellano). Los domingos iba con él -solo por acompañarle- a una misa en inglés para estudiantes extranjeros. Al terminar, nos reunimos con los que habían ido para socializar un poco. Había algunos daneses y allí la exótica era yo, porque no sabía prácticamente nada del cristianismo. Sin embargo, me gustaba aquel ambiente y me atraía, sin saber por qué. Como lo nuestro iba cada vez más en serio y provenía­mos de mundos tan diferentes, hablamos mucho de estas cuestiones. Él era creyente y tenía una idea del matrimonio, de la familia y de la educación de los hijos distinta de la mía: mi única referencia era lo que había visto en mi país.
Después de hablar con claridad de las cuestiones fun­damentales, vimos que estábamos de acuerdo en todo y decidimos casarnos. Ahora los novios hablan muy poco de esos temas y me parece un error, porque solo cuando se abordan a fondo se puede tomar una decisión madura. Antes de la boda, Manuel y yo sabíamos perfectamente cómo pensábamos acerca de la vida conyugal, del uso del dinero o de la educación que queríamos para nuestros hijos porque habíamos hablado mil veces de eso. Desde luego, nos conocíamos más y mejor que algunos amigos nuestros que se habían ido a vivir juntos tras cuatro noches de fiesta. Comencé a leer por mi cuenta algunos libros sobre el catolicismo y estuve charlando con Richard Hayward, un sacerdote inglés que me puso en contacto con una chica sueca del Opus Dei que había sido luterana, a la que le pregunté por mi futura vida como esposa de un católico. Durante aquel proceso no me sentí presionada en ningún momento: ni por Manuel, ni por su familia -gente creyente y practicante-, ni por el sacerdote, ni por esa chica. Como la mayoría de las personas de mi país, soy muy independiente y solo hago aquello de lo que estoy convencida. Por mi educación liberal me gustaba aquel respeto por parte de todos. Manuel nunca me dijo, ni me sugirió siquiera: «Milla, para casarte conmigo sería bueno que te hicieras católica». Jamás.
Nos casamos el 11 de julio del 2003 y en noviembre nos fuimos a vivir a Múnich, donde nació Ana, nuestra hija mayor. Él tenía que viajar mucho por razones de trabajo, y yo, a medida que la niña iba creciendo, me sentía aislada, porque no conocíamos a nadie allí, salvo a unos matrimonios que se reunían una vez al mes para charlar sobre las enseñanzas de la Iglesia. Como hablaban en alemán, ni Manuel ni yo no acabábamos de pillar todo lo que decían; pero lo poco que entendía me gustaba. Me acordé de la chica sueca de Copenhague y me puse en contacto con algunas mujeres del Opus Dei en Ale­mania. No iba en busca de la fe: solo quería tener más personas conocidas en la ciudad. Me presentaron a una madre de familia con la que hice amistad, y me dio unos consejos muy buenos: me animó a querer a Manuel tal y como era, con sus virtudes y defectos, sin obsesionarme con ellos y sin reñirle constantemente por tonterías. Me dijo que confiara en él y reservara tiempo para nosotros dos; y que cuando llegaran más hijos, no le relegara a un segundo plano en mi corazón. - “Porque a Ana y a tus futuros hijos los cuidarás y los mimarás -me decía-; pero a él corres el riesgo de no cuidarle y mimarle todo lo que necesita.”
Me presentaron a un sacerdote, el doctor Irrgang, que al principio solo me preguntaba por mis problemas como madre de familia joven: fui yo la que le propuse que me explicara algunos puntos de la fe. Y así, dando un paso tras otro, decidí ser católica. Hice la primera comunión y la confirmación el 26 de junio del 2005 en la Theatiner­kirche de Múnich, una iglesia preciosa. Mi familia pensaba que me había hecho católica por conveniencia y no como fruto de una decisión propia. Hasta que vieron con sus propios ojos que aquello no había sido «una solución de compromiso», sino un compromiso personal; y que mi fe no es como esas botas de nieve que te quitas cuando llega el buen tiempo: es mi vida. Ahora mi madre está empezando a hacerme preguntas: «¿y qué dice el Papa sobre...?». Por las experiencias que he visto, he concluido que eso de irse con un chico para vivir a prueba, al poco de haberse conocido, es una locura; y no lo contrario. Muchos, en cuanto se presenta la primera dificultad, se separan. Y en ocasiones hay un hijo por medio. ¿y ese hijo? ¿Alguien ha pensado en él, en su vida y en su sufrimiento? Desgraciadamente, en estos momentos divorciarse te lleva menos tiempo que comprar una lavadora nueva. Otra locura. Mi madre se ha vuelto a quedar sola, porque su nuevo marido se ha ido con otra mujer. Y tanto yo como mis hijos, aunque son pequeños, somos testigos de su dolor, que también es nuestro dolor. Además, resulta muy difícil explicarles ciertas cosas a los hijos a determinadas edades. No lo comprenden. Hay que ponerse en su piel: viene alguien de tu familia a pasar unos días y te presenta a su esposa o a su esposo; y en la siguiente visita aparece con otra persona... Todo esto es muy duro, duele. Y en ocasiones, tu familia no entiende que deseas educar a tus hijos de otra manera, y que no quieres que presencien determinadas cosas, ¡y que tienes derecho a hacerlo! Porque los niños sufren. Yo lo he vivido y lo he padecido en mi propia carne: no son teorías. No hay vida sin dolor, que nos llega a todos por un camino o por otro, pero hay unos estilos de vida que llevan a la alegría y otros a la tristeza. Y mi experiencia personal es que la fe lleva a la felicidad. Es curioso: muchas personas se apartan de la cruz de Cristo en busca de la felicidad, cuando la felicidad plena se encuentra en Cristo. La alegría nace del sacrificio, del amor, de la entrega de uno mismo. Hay unas palabras de san Josemaría que he meditado mucho: «La alegría tiene sus raíces en forma de cruz». Esas palabras no me gustan porque sean poéticas. Aprecio la poesía, pero soy, como buena danesa, una mujer práctica. Esas palabras me gustan porque son verdaderas.
Post data del autor de la entrevista (Cuando transcribí su testimonio y se lo envié a Camilla por correo electrónico para que lo aprobara, al igual que hice con el resto de los testimoniantes, me sorprendió que tardara en responderme. Al final recibí su correo en el que me explicaba la causa de su tardanza: ¡Acababa de tener un nuevo hijo! El séptimo. La felicité y me contestó: - Muchas gracias. Manuel y yo estamos muy contentos, aunque ahora, con siete niños en casa... ¡tenemos que correr un poco más!).

lunes, 15 de febrero de 2016

Hablar de Dios a ateos idealistas

Walter Ciszek, un jesuita norteamericano de origen polaco estuvo 23 años en la Unión Soviética, cinco de ellos en la temible cárcel de Lubianka y quince en un campo de prisioneros, auténticos esclavos al servicio de la economía comunista soviética. Acaba de publicarse por Palabra “Caminando por valles oscuros” sus memorias espirituales de esos años. Recojo, por su utilidad en un mundo materialista y agnóstico, su experiencia de los últimos años que estuvo en la URSS, ya “libre” pero controlado por el KGB, sin autorización para salir de una ciudad siberiana ni de celebrar culto público, pero en los que pudo hablar de Dios, con prudencia, a muchos comunistas, a menudo desencantados con su humanismo ateo, que no satisface con sus respuestas

La policía secreta se presentó un día de madrugada y me dio cuarenta y ocho horas para salir de la ciudad. No perdieron el tiempo con argumentos ni explicaciones. Me dijeron que me arrestarían si pasados dos días seguía allí. El agente al mando me dijo fríamente y sin rodeos:
- Wladimir Martinovich, te voy a dejar clara una cosa: en Abakán no volverás a dedicarte a lo que has venido haciendo aquí y en Norilsk, o acabarás donde empezaste, ¿te queda claro?
No mencionó mi sacerdocio ni la religión, pero ambos sabíamos a qué se refería. De manera que, cuando llegué a Abakán, empecé a trabajar en un garaje de la ciudad, el ATK-50,(...) logré trasladarme a vivir con una familia con la que me había encariñado, me trataban como a un miembro más de la familia y me alegró poder quedarme con ellos. Por otra parte, mi nuevo alojamiento me brindaba intimidad y la posibilidad de celebrar misa a diario sin temor a interrupciones. Cuando acababa mi tumo en el garaje, no solía haber nadie en casa excepto Babushka, la abuela, por lo que antes de cenar podía decir misa o rezar tranquilamente. Babushka y yo enseguida nos hicimos amigos y por la noche, al regresar a casa, siempre había esperándome un tazón de sopa caliente o kasha.
Aquellos años en Abakán se convirtieron en mi primera y auténtica oportunidad de participar de cerca en la vida cotidiana y familiar de la Unión Soviética. Pasaba muchas horas hablando con la familia y con sus amistades, y acabé conociendo a una gran diversidad de gente: desde los que trabajaban en el garaje y en otros sitios hasta los miembros del partido que se dejaban caer constantemente para charlar con su antiguo colega del concejo municipal. De hecho, su casa era el centro de reunión de todo tipo de gente y recibía un permanente aluvión de visitantes. Aquello también suponía una ventaja para mí: en medio de tantas idas y venidas, la gente podía venir a mi casa y quedarse hablando conmigo en privado de religión sin que llamáramos demasiado la atención. Al principio, fui extremadamente prudente en Abakán y no mencioné que era sacerdote ni me embarqué en ningún apostolado. Pero poco a poco se fue sabiendo: un amigo se lo contaba a otro Y muy pronto volví a estar ocupado, no de manera oficial ni con grandes grupos de gente, sino de uno en uno o por parejas. Aconsejaba, dirigía, confesaba y bautizaba a los niños, y ungía a los enfermos y moribundos. Una vez más, me asombraban la fe y la perseverancia de aquella gente y los sacrificios que estaba dispuesta a hacer en defensa de su fe. Y mi amor hacia el pueblo ruso creció más que nunca.
El ciudadano soviético de a pie no se deja engañar por la propaganda. Como cualquier ser humano, anhela una vida más rica y plena, busca un significado más profundo a su vida que las cosas materiales prometidas (y no facilitadas) por el comunismo o la construcción de la sociedad socialista perfecta que promete la “gloriosa revolución”. Está orgulloso de los logros de su país, orgulloso de lo que ha conseguido en unas pocas generaciones, y no se cuestiona demasiado el sistema en que vive. Pero tanto a él como a sus amigos les preocupan los mismos problemas que a la gente de todas partes y buscan respuestas. No están seguros de que esa respuesta esté en la religión, e incluso sospechan de ella y de las iglesias, pero quieren respuestas más satisfactorias a su anhelo interior y a sus preguntas que las que el comunismo les ha ofrecido hasta ahora.
Por propia ideología, el comunismo se ocupa del humanismo: a ese fin dirige todos sus esfuerzos. Ningún sistema social del mundo concede tanto prestigio al hombre como el comunista, al menos en teoría y en la propaganda. La literatura, la cultura, la educación, el trabajo, la ciencia, el derecho, la medicina, la mano de obra y toda la riqueza del país están al servicio del bien del pueblo. Por todas partes hay eslóganes que rezan “todo por el hombre”. Suele citarse con frecuencia la frase de Gorki de que la palabra hombre suena hermosa, y a los niños en las escuelas y a los obreros en las fábricas se les repite que no hay nada en el mundo tan valioso como el ser llamado hombre. Para el uso diario se han creado expresiones concretas que ensalzan la bondad de la naturaleza humana. Se ha construido toda una ética en torno al tema que ha penetrado en el orden social. Cuando las autoridades o algún camarada reprenden a un ciudadano por una falta o error, le recuerdan su obligación de ser alguien humano, de tener conciencia, de ser honesto y hombre de palabra. A los niños y a todo ciudadano soviético se les inculcan con feroz insistencia las características fundamentales del ser humano. El hombre comunista, el hombre del nuevo orden social, debe ser superior al resto, porque de él depende la conversión del mundo al comunismo, a la libertad, a la fraternidad y a la justicia para todos.
El partido y el gobierno hacen uso de todos los medios a su alcance para educar a los ciudadanos en el nuevo espíritu del comunismo. Los medios de comunicación, los teatros, el arte y la literatura, las escuelas, los sindicatos y las asociaciones creadas en todo el país con ese propósito recalcan el mismo tema. Ni siquiera los espectáculos y el arte quedan libres de esta insistencia -a menudo molesta- en las virtudes del nuevo hombre comunista, en la dignidad del trabajo a favor de una causa, la necesidad de ser honesto y respetar la ley, la fraternidad y la obligación de hacer y aceptar las correcciones con fraternal camaradería. Se ensalzan las nociones más elevadas del amor y la caridad; el egoísmo, la pereza y la codicia son los principales enemigos. El objetivo consiste en preservar el bien común, hacer por humanidad lo que la humanidad nunca ha logrado hacer.
No cabe duda de que esta propaganda constante ejerce sus efectos. Uno de sus logros palpables consiste en un espíritu de camaradería inexistente en cualquier otro lugar. Otro es el genuino orgullo que provoca en la gente su propio éxito, tanto si se trata de cumplir un plan quinquenal como de la construcción de una presa o una fábrica nuevas, una buena cosecha o el mero hecho de atenerse a las normas diarias que rigen en el puesto de trabajo. El sentimiento de haber enriquecido el suelo patrio de uno u otro modo hace sentirse a la gente partícipe de las cosas y orgullosa del sistema. Son incapaces de entender el capitalismo y así lo manifiestan abiertamente. Han visto exaltados una y otra vez su sistema y sus logros a lo largo de toda una generación y han acabado creyendo en ellos: simplemente, los dan por hecho y piensan que así deben ser las cosas. Y no tiene nada de sorprendente. En Occidente se produce el mismo efecto psicológico a través de la publicidad de todo tipo de productos: coches, casas, jabones y desodorantes, modas e incluso pornografía. El estilo de vida americano se pinta a todo color y la gente acaba creyendo que debe poseer todas esas cosas: hasta el punto de endeudarse o solicitar un crédito con tal de contar con lo último y estar al día de las modas o novedades más recientes.
Pero nada de todo eso satisface a la gente. Quizá exista una aceptación inconsciente, como un reflejo condicionado, de las premisas y los objetivos constantemente repetidos, pero existe también un sentimiento vagamente percibido y tal vez igual de inconsciente de que en la vida debe haber algo más que los bienes o los logros materiales, tanto individuales como colectivos. Con mucha frecuencia tomé parte en discusiones sobre el significado de la vida y la cuestión de la moral con obreros corrientes, con esposos, esposas y abuelas comunistas, desde los más sencillos a los más instruidos. No hacía falta que iniciara yo esas conversaciones: la machaconería del eslogan “todo por el hombre” es el equivalente comunista de los anuncios de televisión, y una noticia, un documental e incluso algún programa cultural o de entretenimiento bastaban para suscitar reacciones y dar comienzo a las discusiones.
La mejora de la humanidad, la noción abstracta de humanismo o la idea glorificada del hombre son ideales muy tenues que enseguida pierden el poder de inspirar o satisfacer frente a la experiencia diaria y la repetitiva monotonía de la vida. Uno puede dedicarse temporalmente al objetivo de servir a la humanidad sufriente, puede ponerse como meta la idea de fraternidad; pero, dada la naturaleza humana y su condición -y los fallos humanos demasiado frecuentes-, es difícil mantener y perseverar en esos momentos de inspiración sin alguna motivación más honda y de peso. Para la ideología comunista, para el comunismo ateo, no hay nada más que el hombre y el mundo material; por lo demás, solo existe una vaga visión de cierta futura sociedad perfecta, de un estadio mejor y más elevado de la humanidad que se dará en una edad dorada aún por llegar, para la que hasta los apologistas más doctrinarios del comunismo hace mucho que renunciaron a fijar una fecha. De repente, los comunistas de hoy en día se han encontrado en la misma posición que aquellos cristianos de los siglos I y II que empezaron a comprender que la Parusía, la segunda venida de Cristo, no estaba a la vuelta de la esquina. Irónicamente, la futura edad de oro del comunismo ahora es contemplada por el ciudadano corriente, y especialmente por los jóvenes, con el mismo desdén que los portavoces comunistas solían reservar para la religión, descrita como meros “castillos en el aire”. Al fin y al cabo, el hombre solo es un hombre, sobre todo si se trata del vecino de al lado con todos sus pequeños defectos, o ese tipo estúpido que trabaja en la mesa pegada a la tuya, el carnicero o el dependiente tramposos, el conductor del autobús maleducado e impaciente, el agente de tráfico brusco y malhumorado, el miembro del partido que te habla a gritos o es un arribista, el encargado de la tienda o el jefe sindical antipáticos, o los niños malcriados y desobedientes del vecino. Puede que el enfermo y el afligido te inspiren compasión y te sientas inclinado a ayudarlos; puede que te conmuevan los relatos de las víctimas de la guerra o de las catástrofes naturales; pero cuesta experimentar compasión o sentimientos fraternales hacia aquellos con quienes te codeas y cuyos defectos demasiado humanos contemplas todos los días. ¿Qué derecho tiene el hombre de la calle sobre mí? ¿Por qué tengo que tratar con el energúmeno que vive al lado o que trabaja conmigo movido por cierto ideal noble pero totalmente abstracto de fraternidad? Amar a la familia y a los amigos es una cosa -nace de la propia naturaleza humana y de los vínculos que crean el sacrificio mutuo y las cosas compartidas-; pero amar a la humanidad en general... ¿qué significa eso?
¿Y cómo explicar los grandes males del comunismo?
Aquella gente conocía el terror de la época de Stalin; prácticamente todo nuestro entorno tenía un amigo, un familiar o sabía de alguien que había estado en los campos de prisioneros de Siberia. ¿Dónde se veía ahí el tan cacareado “humanismo”? O los abortos. Pensemos en los abortos. Solo en nuestra pequeña ciudad se practicaban cincuenta y seis abortos diarios -basta con repasar las estadísticas oficiales-; ¿y qué decir del resto de la Unión Soviética? ¿Es ese un modo de promover el humanismo? En la Unión Soviética el aborto es legal. Cualquiera que lo desee puede abortar. El gobierno afirma que se debe legalizar para evitar abusos privados. Los sueldos del marido y la mujer apenas bastan para mantener a uno o dos hijos así que todo el mundo quiere abortar. Pero es un tema que les inquieta. Las salas de espera contiguas a las salas de abortos de las clínicas estaban llenas de carteles que, lejos de elogiarlo, informaban a las pacientes de las posibles secuelas psíquicas y físicas que la intervención podía provocar. Los médicos -mujeres en su mayoría-, las enfermeras y el resto del personal intentaban disuadir a las pacientes. Pasados los años, las mujeres confesaban que no podían librarse de los sentimientos de culpa. Y no eran “creyentes”, sino mujeres y chicas que habían recibido una educación totalmente atea en las escuelas soviéticas.
Incluso para el comunismo se trata de un asunto relacionado básicamente con la vida y la muerte, con el bien y el mal. Si ya desde sus inicios la vida se trata con tanta ligereza, decía la gente, ¿quién va a evitar que se extienda esa mentalidad? ¿La sociedad? Difícilmente. La sociedad ni siquiera es capaz de lidiar convenientemente con los problemas de delincuencia actuales ni con otros desórdenes sociales. Y, cuando una sociedad apoya el mal, ¿dónde acabará? ¿Se puede confiar en que el hombre resuelva él solo los problemas de la humanidad? Contemplad la historia y hasta dónde han caído, una y otra vez, los países civilizados.
Poco a poco, en esas conversaciones iba sacando la idea de Dios y de la religión, de la naturaleza humana caída y de la redención, de Cristo y de su reino. Naturalmente, lo que dijera o hasta dónde llegara dependía de con quién estuviese y de su disposición a escucharme. Mis amigos más cercanos sabían que era sacerdote y a veces escuchaban gustosamente; con otros me limitaba a declararme “creyente” sin ningún rubor y aguardaba su reacción para saber hacia dónde dirigir la conversación.
Algunos sentían curiosidad y me hacían preguntas; otros simplemente se encogían de hombros; había quienes atacaban con acritud la religión y a la Iglesia. Sus ataques solían centrarse siempre en los abusos que constituyen el plato fuerte de toda la propaganda atea contraria a la religión: la codicia de la Iglesia y la venta por parte de sacerdotes y monjes de velas e iconos con afán de hacer negocio; las perversiones sexuales de monjas y sacerdotes; la influencia y el poder político de la Iglesia en la época de los zares; las extrañas prácticas ascéticas y las penitencias de los “santos”, e incluso las torturas de la Inquisición. Cada una de las acusaciones a las que han dado pie la Iglesia o los clérigos con sus errores humanos se exponen detalladamente en las clases de ateísmo impartidas en las escuelas y se exhiben en los museos públicos ateos. Esa es la única faceta de la Iglesia de la que ha oído hablar el ciudadano normal de esta generación, de modo que su antipatía hacia la Iglesia y la religión, basada en medias verdades y distorsiones, es comprensible. Yo no intentaba defender ese tipo de cosas -solo Dios sabe si son defendibles-, sino que procuraba reconducirlas hacia las verdades de la fe relacionadas con nuestra conversación previa sobre el significado de la vida y la fraternidad humana.
Hablaba de Dios tal y como creía en Él, de la creación y del plan divino en relación con el hombre y el mundo. Hablaba de la caída y del pecado, del rechazo de Dios y del plan divino por parte del hombre, del desorden introducido en el mundo y de los males que aquejaban a la raza humana a causa de ese desorden que llamamos pecado. Hablaba de la promesa divina de un Redentor y de la venida de Cristo. Hablaba del ejemplo que nos dejó Él de una vida humana perfecta, en la que cada pensamiento y cada obra estuvieron dedicados a hacer la voluntad de Dios, la voluntad del Padre, y así volver a restaurar el orden perfecto en que consistía originariamente el plan divino para toda la humanidad. Hablaba de cómo Cristo había sufrido todas las humillaciones que el ser humano es capaz de sufrir, desde un nacimiento humilde hasta la pobreza; hasta treinta años de una vida de trabajo rutinaria y monótona en una aldea pequeña y remota; hasta el rechazo, el sufrimiento, el dolor y, finalmente, la muerte: el final al que se enfrenta todo hombre. Hablaba de su resurrección y de su victoria sobre la muerte: el hecho central de toda la fe cristiana, que nos proporciona la absoluta certeza de que existe una vida después de la muerte, una vida después de esta vida; la certeza de que el hombre y su existencia en la tierra tienen un sentido que trasciende la muerte.
Les decía que su venida era el comienzo de una nueva era, de un reino nuevo: el comienzo -y solo el comienzo- de una nueva creación del mundo de acuerdo con el plan original de Dios al que todos nosotros debíamos entregarnos en cuerpo y alma para perfeccionarlo y llevarlo a su plenitud. Les explicaba lo que enseñaba sobre la paternidad de Dios, lo único que daba sentido a la fraternidad de los hombres; sobre el amor, la justicia, la verdad, la honradez, el sacrificio de uno mismo y la conformidad con la voluntad de Dios, que constituyen el fundamento de la moral cristiana y del perfeccionamiento del reino que Cristo vino a instaurar en la tierra. Y, finalmente, les hablaba de la fe y la esperanza que ofrecía a los hombres, no solo en un futuro mejor, en ilusorios “Castillos en el aire”, sino en la posibilidad de redimir este mundo y a toda la humanidad.
No pretendía convertir a nadie, sino que contribuía con estos temas a las conversaciones que surgían espontáneamente en torno al significado de la vida y de la humanidad, a la fraternidad y al sentido de dedicarse a trabajar por una vida mejor, al mal en el mundo y a la moral, a la libertad y a la paz. Si en el curso de esas enmarañadas discusiones no conseguía hacer de ellos creyentes, al menos les ofrecía una alternativa a la política del partido y a las doctrinas que oían y en las que habían acabado creyendo, y que a veces se cuestionaban. Les ofrecía al menos otra respuesta a los temas que los inquietaban y les hacía ver que, para quienes creíamos, existía un significado del hombre y de su existencia aquí en la tierra que iba más allá de lo meramente humano y material. No se trataba de decirles que tenía de mi lado todas las respuestas y ellos del suyo, todas las preguntas y dilemas; lo que intentaba mostrarles era que las dudas y los anhelos que manifestaban, la agitación interior de sus corazones y sus almas procedían de un espíritu humano que era natural en ellos, pero que trascendía lo material. Me hacía eco de las palabras de san Agustín: el corazón del hombre ha sido hecho solo para Dios y está inquieto hasta que descanse en Él. Tampoco se trataba de pronunciar largos sermones ni de explicar la doctrina de la Iglesia, ni el Credo, ni la historia de la salvación -como parece desprenderse de lo que acabo de resumir-, porque las tardes estaban llenas de preguntas y repreguntas, argumentos y refutaciones, de razonamientos que suscitaban nuevas ideas, preguntas y razonamientos; y por lo general bajo esa sinceridad había un trasfondo de buen humor.
La mayoría de los ciudadanos rusos corrientes saben que en el país aún subsiste la religión y muchos están deseosos de aprender más sobre ella. También son muchos los que pueden recordar cómo sus padres y abuelos se aferraban a las creencias y prácticas tradicionales y deseaban que sus hijos al menos recibieran el bautismo; y recuerdan con una mezcla de cariño y nostalgia la bondad de aquella generación que más tarde les enseñaron a ridiculizar en la escuela a causa de sus “Supersticiones”. ¿Era la religión -se preguntaban ahora- lo que hacía de los ancianos buenas personas? ¿Era lo que hacía llegar al momento de la muerte con una fe intacta? También se hacen preguntas acerca de una religión que mueve a vecinos y colegas que les consta que siguen practicando su fe a enfrentarse al escarnio y al acoso, a pequeñas persecuciones y a la pérdida de privilegios sociales, al sufrimiento y al sacrificio personales. ¿Hay algo de verdad en ella -se preguntan - y realmente puede ser tan importante, marcar una diferencia tan grande en la vida del hombre?
El ejemplo de esos valientes cristianos, la curiosidad y las preguntas que suscitan, no logran muchos conversos como tampoco los lograron mis conversaciones ni mis explicaciones. Pero sin duda preparan el terreno para la semilla de la fe que solo Dios puede plantar en los corazones de los hombres. A través de los admirables caminos de su providencia, Dios se sirve de muchos medios para alcanzar su fin. Incluso el comunismo, a pesar de su objetivo expreso de acabar con la religión y con toda fe en Dios, tiene un significado en el plan divino. Hay en él mucho de implacable, de cruel, de violento, pero ha eliminado también mucha corrupción; ha empezado a construir una nueva sociedad dedicada -por irónico que parezca- a la humanidad. Desde un punto de vista puramente natural, su preocupación por el hombre ha hecho mucho bien; la gente, a través del sufrimiento -y mucho sufrimiento innecesario, no cabe duda-, ha respondido a sus severas exigencias con grandes sacrificios, con un espíritu de entrega y un sentido de la fraternidad que podrían ser la envidia de muchos países cristianos. Sin duda, las semillas de la fe que Dios plantará en su momento acabarán hallando en sus corazones un suelo fértil y una abundante cosecha.

Mi apostolado entre esas personas, a través -una vez más- de los misteriosos caminos de que se vale la providencia, ha concluido. Pero las recuerdo con cariño y con nostalgia; rezo por ellas todos los días. Sigo recordándolas cada mañana en mi misa, a ellas y a mis cristianos rusos de Norilsk y Krasnoyarsk, a mis compañeros y a mis amigos de los campos de prisioneros. Y ofrezco por su salvación eterna y por su felicidad junto a Dios mis oraciones, mi trabajo y mis sufrimientos diarios. Ahora como entonces, esa es mi misión en el reino, lo que Dios quiere de mí, y acepto y abrazo cada día su voluntad.