sábado, 29 de abril de 2017

LA FUERZA TRANSFORMADORA DE MANIFESTAR LO QUE CREEMOS

Alexander Solzhenitsyn, escritor y disidente ruso, premio Nobel de literatura, en verano de 1945, poco después de haber sido encarcelado por criticar a Stalin en una carta privada, seguía siendo un marxista y ateo convencido. En ese momento, en prisión conoció Boris Gammerov, cuatro años menor que él. Cuenta Joseph Pearce en la biografía “Solzhenitsyn, un alma en el exilio”: “Apenas acababan de conocerse mantuvieron una larga conversación, principalmente sobre política. Solzhenitsyn recordó a lo largo del diálogo una de las oraciones favoritas del presidente Roosevelt de la última época, que había sido publicada unos meses antes por un periódico soviético tras su muerte. Tras citar la oración, Solzhenitsyn manifestó una opinión que consideraba evidente: «Es pura hipocresía, por supuesto». Pero Gammerov lo sorprendió frunciendo el ceño y manifestando su disconformidad. «¿Por qué?», preguntó el joven. «¿Por qué no puedes admitir la posibilidad de que un líder político crea sinceramente en Dios?». Solzhenitsyn se quedó totalmente desconcertado por la respuesta de Gammerov. Si aquellas palabras hubieran sido pronunciadas por alguien perteneciente a la generación de sus padres las habría deses­timado como meras tonterías supersticiosas. A fin de cuentas, estaban en 1945 y la sociedad soviética había progresado más allá de la creencia irracional en un Dios, fuera el que fuese. Pero no había sido un viejo ruso atado a las tradiciones de los creyentes quien había dado la réplica a su convencido ateísmo, sino un nuevo creyente que ni siquiera había nacido cuando la revolución acabó con la reli­gión para siempre, al menos supuestamente. Obligado a reflexionar sobre su afirmación, Solzhenitsyn comprendió de pronto que su condena de la oración de Roosevelt no había surgido de sus convicciones, sino como una respuesta pavloviana inculcada en él por la educación soviética. Por una vez se quedó sin palabras y no supo cómo responder a la pregunta de Gammerov. En lugar de ello, le preguntó mansamente si creía en Dios. «Por supuesto», fue la sencilla respuesta. Solzhenitsyn volvió a quedarse sin habla

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